VEGA CERNUDA, MIGUEL ÁNGEL (ED.)
A finales del siglo XIX y primeras décadas del XX, que ya casi es el siglo pasado, las editoriales recurrían a la traducción, muchas veces por sugerencia de los propios traductores. Traducir no era considerado todavía una profesión sino una extensión del trabajo intelectual de escritores y científicos, de hecho los únicos que sabían idiomas. Muchos novelistas de fuste se dedicaban a esta tarea, unos para redondear el presupuesto, otros por pura militancia intelectual.
Valle Inclán, siempre a la última pregunta, tradujo a Eça de Queirós, y Galdós tradujo a Dickens, más por afinidad que por un buen conocimiento del inglés, pues según se ha dicho e incluso demostrado lo hizo del francés, la lengua del momento y tal vez la única que todos ellos conocían de verdad. Emilia Pardo Bazán tradujo La esclavitud femenina de Stuart Mill y fue la editora de otros textos de este autor y de otros muchos, en particular alemanes y rusos.
Unamuno, por su parte, además de traducir a los líricos griegos, que era lo suyo, se atrevió con Shakespeare, protagonizando uno de los errores más fecundos de la historia de la traducción. El eximio filósofo interpretó «The rest is silence» por «El reposo es silencio», pero pronto se redimió con un poema inspirado en esa peculiar lectura: «El reposo es silencio» dijo Hamlet / a punto de morir, y sobre el suelo / su carne ensangrentada reclinando / reanudó el silencio.