LILLO REDONET, FERNANDO
Hoy en día la figura de Séneca anda algo tocada. Es impresión mía que unos pocos piensan en él como un alejado estoico, medio escritor medio filósofo; otros muchos creen ver a un gran pensador cordobés, insigne patrio que fue muerto por el tirano Nerón por hacerle oposición; casi todos escuchan ese nombre y les entra en la cabeza como si les dijesen: ajedrez. Pero la verdad es que la imaginería popular lo tiene un poco desenfocado.
Y las corrientes intelectuales también. Me explico. Tenemos aquella falacia ad baculum que reza: haz lo que digo y no lo que hago, y tenemos otra, más realista y menos anclada en el elitismo intelectual, que podría ser representada en las siguientes palabras: «quisiera que se me juzgara no por mis dichos, sino por mis hechos. Mis dichos son hechos». Bajo estas dos premisas ha sido juzgado Séneca, un escritor que se pasó la vida estudiando, primero, y luego escribiendo acerca de moral, del desprecio a lo material y de buenos comportamientos, de La Providencia y El Destino, mientras que sobrevivía las épocas más convulsas del Imperio Romano entre honores y el destierro, entre riquezas y halagos vergonzosos a algún emperador. Por ese tiempo, ser senador romano y no morir en el intento equivalía a no levantar envidias, mostrando defectos, o no ir en contra del poder establecido, callando y otorgando, o formando parte de ese poder enviciado, siendo igual de corrupto, o mostrarte un campeón en argucias, poseyendo naturaleza astuta. Es lógico, pues, que Séneca haya sido visto como alguien a quien leer y escuchar por sus enseñanzas o, por el contrario, como alguien que no vivió acorde con lo que escribía, como un hipócrita, pese a su final.
Pero hablemos de esta obra. Manual de ajedrez, ensayo sobre Séneca
Sorprende una cosa en este libro a simple vista: el sello editorial, la portada y el título no indican en modo alguno que se trate de una novela, sino más bien llevan a pensar que se encontrará entre sus páginas un estudio o ensayo. En definitiva, el trabajo es tan honesto que de no querer engañar, termina engañando.
Fernando Lillo Redonet es su autor. Lillo y Redonet me evocan círculos, figuras curvas, y así está escrito este libro: el principio es el fin y el fin el principio. En forma de anillo, que lo llaman. Y el principio y el fin están narrados en presente continuo, un ejercicio de técnica. Séneca, avisado de que la muerte en forma de cicuta le espera, rememora su vida, sus obras y pensamientos más representativos. Un hombre que mira a la muerte de frente. Pensaríamos que es valiente si no conociésemos un detalle: incapaz de afrontar el paso lento de la muerte que lleva el sesgarse las venas, abrevia el camino bebiendo cicuta. Una clara muestra de lo que fue su vida.
Lillo Redonet se esfuerza en presentarnos a Séneca, su Séneca. Para tal objetivo no duda en que toda frase ingeniosa, profunda o bella esté sacada de los propios textos de Séneca, cuando no de otros clásicos como el mismísimo Homero, en un brillante ejercicio mimético. El caso es que el autor nos muestra una obra que me recuerda mucho a Yo Claudio. No sólo por repasar épocas contiguas -tiempo que, se presente como se presente, resulta entretenido- sino por lo parecido de los dos protagonistas, dos personajes que sobreviven a veces por estupidez, por candidez otras o, simplemente, por un cobarde sentido de la supervivencia. Dos personajes que muestran un fondo no acorde con su forma y que avanzan a lo largo de un camino vital, al final del cual descubren que pueden demostrar lo que llevan dentro.
Finalizando, se echa de menos en la novela la aparición de personalidades emblemáticas de la Roma de aquel tiempo, y es que historias paralelas no hay, debido a que está escrita a modo de memoria. Pese a todo, se sigue añorando cierta riqueza de personajes. Es justo señalar que, a mi juicio, las primera páginas no hacen justicia al resto del relato; se me hicieron estas poco ágiles, con el añadido de que los primeros recuerdos del filósofo se ubican en Egipto, con un gran aparato de la religión del Nilo que, Osiris me perdone, tuve a bien saltarme.