PABLO NERUDA
unio de 1927: El comienzo de un largo viaje
El día 14 de junio de 1927, dos jóvenes chilenos ingresan a la soñolienta estación de trenes de Valparaíso, y dan comienzo a un prolongado viaje por tierra y mar, que los llevará primero a Buenos Aires y luego desde allí a Europa y al Oriente, en una travesía descomunal que habrá de representar para ambos una extraordinaria apertura hacia el azar y lo desconocido.
Los dos viajeros se llaman Pablo Neruda y Álvaro Hinojosa.
Ambos pertenecen a esa notable categoría -nunca muy extensa- de amigos realmente fraternos y entrañables; de esos que llegan a identificarse en lo esencial, en los sueños y en las rebeldías, en lo trivial de cada día, pero también en las comunes aspiraciones de una juventud llena de proyectos e inquietudes.
En los años precedentes, esta amistad se ha consolidado con las frecuentes estadías del poeta en la casa porteña de la familia de Álvaro, estadías que duran a veces unos pocos días, o que bien pueden llegar a un par de meses.
Han sido estos los día en que Neruda ha descubierto la magia dislocada de Valparaíso, su topografía absurda y su derramada vitalidad; días de vagabundaje y descubrimiento, semanas enteras dedicadas a subir y bajar cerros, mirándolo todo, absorbiéndolo todo... adiestrando sus ojos en la contemplación de todas esas cosas materiales y sensoriales que van nutriendo callada y sostenidamente la raíz de su poesía.
Para el poeta, sin embargo, este tiempo de exploraciones cerro arriba y cerro abajo ya ha quedado en el pasado. Ahora, desde este puerto que ha aprendido a amar como si fuese uno de sus hijos más genuinos, desde este puerto de Valparaíso está a punto de salir hacia el mundo, hacia lo desconocido.
Cuando conversan y discuten la mejor manera de viajar -vigilando su dinero, haciendo economías, tomando las decisiones más ventajosas, no dejándose estafar en parte alguna- sienten un pequeño desasosiego que no llega a ser preocupación. Ambos conocen las infaltables pellejerías que provoca la falta de recursos económicos. Ambos han experimentado más de una vez la íntima desdicha que representa para los espíritus sensibles tener sueños demasiado grandes, que nunca llegan a acomodarse en bolsillos que resultan ser siempre -siempre- demasiado pequeños.
Tener recursos suficientes para viajar por el mundo... sin apuros... sin apremios... Este es uno de esos sueños. Pues bien, ahora que Neruda ha conseguido una representación oficial del Gobierno de Chile, nada le parece más natural y mutuamente conveniente que invitar al «experimentado» Álvaro para que lo acompañe en este viaje que promete maravillas.
Sus edades no sobrepasan los 23 ó 24 años, y esto explica su relativo candor y su natural atrevimiento. Cuando algunas semanas atrás Neruda ha recibido en Santiago su flamante pasaporte diplomático, el sueño ha empezado a adquirir una consistente realidad.
Sin embargo, a los ojos de los funcionarios del Ministerio de Relaciones Exteriores con quienes se entrevista y de quienes recibe sus documentos, el nombramiento que el joven poeta acaba de recibir constituye un dudoso honor y una nada envidiable posición. A decir verdad, el puesto que ha obtenido es ínfimo, y tienen un particular agravante: para tomar posesión de él deberá viajar hasta el otro extremo del mundo. Dos meses de viaje, por lo menos.
Sólo mucho más tarde vendrá el desencanto. Sólo mucho más tarde comprobará Neruda lo que significaba ser «Cónsul de elección u honorarios» en destinaciones como Rangoon o Ceylán, lugares en los que a veces no se registraba movimiento consular en todo un mes... varios meses seguidos, con la consiguiente falta de ingresos para el Cónsul en todo ese período.
Pero al momento de partir, la aventura representa para el poeta una tentación que está más allá de todo cálculo o de toda posible prevención. Y hasta es probable que si una voz amiga hubiese llegado a pintar en ese instante el más negro de los cuadros sobre el destino que le aguardaba, igual hubiese partido, igual hubiese salido a enfrentarse con lo desconocido.
Para Neruda, el ambiente en el suelo patrio le resulta sofocante y -por sobre todo- no le ofrece cosa alguna mejor para elegir, ninguna otra opción que no sea vegetar, abandonarse a la bohemia destructiva que ya ha llevado a la muerte a algunos de sus amigos. O bien, cosa aún peor, someterse a «las duras realidades de la existencia» y enfrentar oficios u ocupaciones que detesta.
El fragmentario conocimiento que posee de Europa y el Oriente, tiene en él un indudable cuño literario, aliñado aquí -en estas remotas lejanías andinas- al gusto y placer personal, con fantasías que tienden a minimizar los riesgos y que multiplican en cambio, sin mayor examen, los posibles beneficios.
En consecuencia, el viajero no pueden dejar de sentirse feliz y libre al partir, y está lleno de energía y buena disposición para adentrarse en este incógnito mundo que le aguarda.