RAMÓN Y CAJAL, SANTIAGO
El relato autobiográfico de Cajal en Mi infancia y juventud (1901) nos lleva del humilde pueblo de Navarra donde pasó su niñez a los años de formación en Zaragoza y su acceso a la cátedra universitaria en 1884. Sus padres, maestros y profesores, sus aficiones por la naturaleza, la pintura y la gimnasia, su profundo sentido patriótico y otros avatares forman buena parte de este ameno recorrido vital, con las campañas carlistas en Cataluña o la guerra en Cuba como telón de fondo. Una narración que nos permite ver cómo el joven se va convirtiendo en hombre.
En Los tónicos de la voluntad (1899), apasionante ensayo basado en su discurso de ingreso en Real Academia de Ciencias Exactas, Físicas y Naturales, Cajal pretende orientar al investigador principiante y, como buen positivista, advertirle sobre la necesidad de apoyar sus trabajos en la observación, la experimentación y el razonamiento inductivo y deductivo. Su formación autodidacta le lleva a comprometerse con las nuevas generaciones, a las que trata de animar en su servicio a la comunidad. Sus reflexiones abordan la necesidad de fortalecer la fe en uno mismo o revalorizan la filosofía como excelente ejercicio para el hombre de laboratorio. Un camino, el del investigador a comienzos del XX, solitario y casi épico, en el que cada logro suponía un reconocimiento social desconocido hasta entonces. Asimismo, delibera sobre el patriotismo propio del espíritu noventayochista, para concluir desarrollando unas estimulantes propuestas que remedien las deficiencias de la ciencia española y señalando las responsabilidades que debe asumir el Estado con la investigación científica.
En 1934, cinco meses antes de su muerte, don Santiago publica El mundo visto a los ochenta años. La vejez ahora, apunta Antonio Campos en su ameno prólogo, es el futuro cierto de una gran mayoría de seres humanos, de ahí la pertinencia de esta obra en nuestros días. Un ensayo en el que Cajal aborda tanto las tribulaciones físicas del anciano (el insomnio, la arteriosclerosis, las alteraciones de la memoria
) como los consuelos que le proporcionan la escritura, el retorno a la naturaleza o la lectura de los clásicos. «La curiosidad y el ansia de renovación» apunta el sabio en cierto momento, retrasan las «metafóricas arrugas del cerebro». De esta manera, sigue manteniendo su fe insobornable en la ciencia positiva que fundamenta la biología de la vejez, y nos revela su regeneracionismo militante y una honda preocupación por la patria. Además, recomienda que el octogenario mantenga una dieta higiénica (el cerebro y el estómago son dos competidores egoístas) y esquive los debates políticos. Una invitación para que el lector contemporáneo descubra el camino de su propia vejez.