LIZCANO, EMMANUEL
Aunque sea término de acuñación reciente, lo imaginario o con mayor
precisión, su apreciación explícita en la vida colectiva- ha venido sufriendo a lo largo de
la historia un permanente vaivén de reconocimientos, o incluso exaltaciones, y
ninguneos, cuando no rechazos y persecuciones. En el llamado Occidente, el primer
rechazo aparece con el tópico y mítico- milagro griego, según el cual el logos habría
reemplazado al mithos. Aunque posiblemente, como apunta Antonio Machado, no
fuera la razón, sino la creencia en la razón, la que sustituyó en Grecia la creencia en los
dioses, lo cierto es que allí, por vez primera, el mito de la razón ocupó el lugar que
habitaban las razones del mito. La descomposición de la Grecia clásica daría paso,
siglos más tarde, a esa eclosión del imaginario popular medieval que tan acertadamente
ha descrito, entre otros, Mijail Bajtin. Posteriormente, al Renacimiento del
intelectualismo griego y a los nacimientos paralelos del puritanismo iconoclasta
protestante y de la ciencia moderna (nacimiento éste, por cierto, tan mítico como
cualquier otro), se contrapuso esa exuberancia de imágenes y ficciones que todos
reconocemos en el barroco. Sofocado éste, a su vez, por las Luces de una Razón de
nuevo convertida en diosa por la burguesía ilustrada, los poderes de lo imaginario
aflorarán de nuevo con el romanticismo, con su sospecha hacia la racionalidad científica
abstracta y su exaltación de lo emocional y telúrico. Para acabar llegando así a nuestros
días, en que, a partir de los años 70, la llamada posmodernidad pone en tela de juicio
todos los tópicos modernos y ensalza, una vez más, la virtud de la representación sobre
lo representado, de lo virtual sobre lo que se tiene por real, de los sueños sobre ese
sueño acartonado que sería la razón en vigilia, vigilante.