HAZLITT, W.
Desde donde estoy sentado, veo una araña desplazándose sobre el suelo alfombrado de la habitación; no la que aparece tan cabalmente alegorizada en los admirables Versos a una araña, pero sí de la misma edificante familia. Incauta, apresurada, viene renqueando torpemente hacia mí, se detiene, ve de pronto la sombra gigantesca ante ella y, sin saber si batirse en retirada o seguir avanzando, observa al enorme enemigo. Pero como yo no hago el menor movimiento ni inicio ofensiva alguna contra la extraviada bandolera, como ella seguramente haría con cualquier mosca infeliz apresada en sus redes, cobra ánimos y se aventura a proseguir adelante, con una mezcla de astucia, de impudencia y de miedo. Al pasar junto a mí, levanto la alfombra para ayudarla a escapar, contento de perderla de vista, y no puedo menos de estremecerme al recuerdo una vez que lo ha hecho. Un niño, una mujer, un rústico, o bien un moralista de hace un siglo, habría aplastado sin compasión a la sabandija. Mi filosofía ha ido más allá: no le tengo ninguna mala voluntad al bicho en cuestión; sin embargo, no puedo refrenar un movimiento de repulsión al verlo. El espíritu de malevolencia ha sobrevivido al ejercicio efectivo de ella. Aprendemos a doblegar nuestra voluntad y a conservar nuestros actos públicos dentro de los límites de la humanidad mucho antes de llegar a poner nuestros sentimientos e imaginaciones al mismo diapasón de mansedumbre. Renunciamos a la demostración exterior, a la violencia bruta, pero no logramos eliminar la esencia o principio de la hostilidad. No aplastamos de un pisotón al pobre bicho (cosa que nos parecería bárbara y reprobable), pero lo miramos con una especie de místico horror y de repugnancia sagrada. Harán falta aún otros cien años de buena literatura y de pensamiento ahincado para curarnos del prejuicio y hacernos sentir por esa tribu ominosa un poco de the milk of human kindness en lugar de su propia esquivez y ponzoña.