MARTÍNEZ, JORGE
El libro que el lector tiene el placer de descubrir despierta los sentidos, ya desde el mismo título, con una brillante sinestesia dispuesta a levantarle el telón al rozagante mundo natural oculto en páginas interiores. Salvaje o domesticado, dadivoso o mezquino, ofrece aroma y color a un universo poético donde las flores consiguen destilar agudas notas de su intenso perfume y el hallazgo de la pureza restaura la calma arrebatada en cruenta lid mientras danza la ilusión, aún medrosa, en la médula del verso. El poeta, como un alquimista que logra dominar los cuatro elementos, agua-fuego-tierra-aire, echa a andar por veredas antagónicas que convergen en idénticos cruces de caminos para encaramarse sobre dos lugares primigenios. Desde estas dos atalayas privilegiadas, contempla la Naturaleza y consigue fusionarse con ella hasta sentir «el perfume blanco de los días»: el Moncayo-faro, y el Mediterráneo-cima nevada. En feliz intercambio de atributos yace la fusión amorosa de dos paisajes antagónicos, que se ofrecen en cromáticas galerías de hipónimos e hiperónimos: «Bosque», «álamos», «árbol», «raíces», «hojas», «montaña», «nieve», «viento», «niebla»
«Palmera», «agua», «océano», «barco», «barcas», «remos», «pez», «coral», «puerto»
Y, entre medio, la ciudad: «un galgo de carreras». Mientras tanto, el tiempo acecha como un animal hambriento de vida y, sin aflojar un ápice su rigor, cuenta cada estadio del ser hasta crear los días, que dan reposo a la noche, con versos tan sobrecogedores como este del poema inaugural: «He nacido a vientre abierto para decir esto: / hoy no va a morir nadie». Y, aunque la voz poética intenta ignorarlo, «Perder quería el tren expreso de las horas», no tiene más remedio que sucumbir a la dictadura de la espera porque el futuro, como acostumbra, nunca llega «ató sus remos para siempre al mes que viene». O al amarre del recuerdo, del pasado donde «se corta el hilo que cosía la niñez» cobijada en las faldas de la abuela. Aparecen, también, en la imaginería del texto, referencias internas a la obra anterior del poeta «No vuelvas jamás hacia el cristal / que abrazaste sin miedo», que el lector atento identificará con satisfacción al comprobar cómo se ensancha la poética de Jorge Martínez: «el otoño es la mejor de las derrotas».
Y, por supuesto, iluminan estas páginas los focos multicolores de la música, con sus silencios «escribir el silencio / es no hacerlo». E, incluso, alguno de los poemas desafía de tal manera al canto que, seguramente, el poeta-compositor musical ya le habrá encontrado una melodía al texto, como ocurre con: «hablamos el mismo idioma». En las profundidades de este afilado abismo cristalino: la magia, sorpresa y hallazgo de las metáforas: «Mira el hombre que plantaste», «donde la nada se hace» «quiero ser madera para hacer muñecos» y tantas más que explotan en los ojos y, luego, en la mitad de las sienes como un inesperado golpe de mar o un atronador alud cuando sucede, por ejemplo, que «una carretera secundaria me atraviesa». Entremezclados: el amor, la vejez y la muerte.
Y, por encima de todo, el sentido del humor, el único antídoto eficaz para sobrevivir al acero, al invierno y a la destrucción: «con ese noble oficio de poeta / acabaré pidiendo». Puestos a pedir, te pedimos que sigas creando, querido Jorge Martínez, que desparrames el perfume blanco de los días.
Estela Puyuelo