SARDUY, SEVERO
Severo Sarduy, autor de novelas como De dónde son los cantantes, Cobra, la póstuma Pájaros de la playa, además de libros de poemas y ensayos, muere en París en 1993 -donde vivió casi veinticinco años- en manos del Sida. Seis años antes escribe el libro que nos ocupa, que se escapa de una definición genérica consistente. El Cristo de la rue Jacob es concebido por el mismo autor como epifanías, trazas dejadas por lo efímero, Registro de lo que -a veces por azar- comunicó algo. Posiblemente otra versión contemporánea de la autobiografía.
Por lo tanto el arte de la ficción y sus elementos, asunto que manejaba tan bien el cubano, desaparece. Aparece el yo que avanza por diferentes derroteros unidos por el cuerpo y la memoria. Textos como Una espina en el cráneo, Cuatro puntos de sutura en la ceja derecha, Fractura de dos incisivos superiores, punto de sutura en el labio inferior o el Cristo de la rue Jacob se anuncian como una seña ya en las primeras páginas. Un nuevo deleite de su prosa que sigue apuntando hacia una lectura y mutación del barroco.
Ya lo dije, aquí es el yo quien aparece y con ello su dolor. Temas personales, vitales. Ese enlace que puede resultar tan genuino entre vida y obra, entre biografía y literatura. El estampido de la vacuidad, parte que compone los otros textos alcanza los puntos más altos en este sentido. La amargura, la desazón, pero también reflexiones literarias brillantes:
se trata de imitar a la naturaleza. Pero, por supuesto, no en su apariencia -proyecto del realismo ingenuo- sino en su funcionamiento: utilizar el caos, convocar el azar, insistir en lo imperceptible, privilegiar lo inacabado. Alternar lo fuerte, continuo y viril, con lo interrumpido y femenino.
Es difícil decir algo más luego de repasar palabras tan elocuentes. Ese talento que algunos le llaman sacar agua de las piedras, tan patente en diversos pasajes como por ejemplo cuando sueña con Italo Calvino o cuando descompone y significa sus reuniones con Roland Barthes en El Flora. Este último sugiere que Sarduy cuenta bien cualquier cosa y que se dirige hacia la muerte de la escritura, representando el rechazo a ésta que marca nuestra cultura actual. De hecho, al final del libro dice que Dios es indiferente al lenguaje humano. También habla del silencio final de Buda. Es inevitable no atender a las diferentes obsesiones, lugares fijos, insistencias del autor.