Tras la derrota sufrida por el Ejército Rojo en sus fronteras nada más iniciarse la Operación Barbarroja, la destrucción de la Unión Soviética debía ser una mera cuestión de semanas. Sin embargo, las cosas no iban a tardar en complicarse, sobre todo para el Grupo de Ejércitos Norte del general Von Leeb, cuyo objetivo era Leningrado, la cuna de la Revolución. Infradotado en carros de combate y en aviación de apoyo, primero tenía que derrotar al enemigo en Estonia y Letonia y en el territorio entre los lagos Peipus e Ilmen, enfrentándose a desafíos que a la postre iban a resultar insuperables como el estiramiento de su flanco oriental, contraataques soviéticos como los de Soltsí y de Staraya Russa, un terreno boscoso y pantanoso donde los carros de combate, su baza principal, se atascaban y tardaban en alcanzar sus objetivos, y la imposibilidad de formar una gran masa acorazada con la que golpear contundentemente al enemigo. A cambio de esto tenían dos bazas a su favor: el Ejército finlandés, que debía atacar desde el norte presionando a los soviéticos en Carelia y en Leningrado, y el frente naval, donde la Flota Bandera Roja del Báltico tuvo que abandonar todas sus bases para concentrarse en Kronstadt y Leningrado, lo que al menos alivió la situación logística de los invasores. No iba a ser suficiente, sobre todo cuando el alto mando alemán se enfrascó en intensas discusiones sobre qué objetivo era prioritario: Leningrado o Moscú.