MANRIQUE GARCÍA, JOSÉ MARÍA
En la mañana del 20 de diciembre de 1973, pocos minutos después de co- nocido el magnicidio que le costó la vida al almirante
Carrero Blanco, alguien entró en su despacho y vació la caja fuerte en la que el presidente guardaba las notas personales y los
documentos más confidenciales. Quién fuese, aún hoy se ignora, pero es seguro que se trató de alguien con mando en plaza.
Gonzalo Fernández de la Mora aseguró que esa mañana una persona ya había llegado a esas tempranas horas a presidencia:
Laureano López Rodó, hombre muy cercano a Carrero y del que Julio Merino - que de esto sabe un rato - reveló que entregó
dichos documentos a la viuda del almirante. Sea quien fuere, tuvo que atravesar la antesala, para él conocida, que comunicaba
con el despacho del almirante y no pudo por menos que advertir los retratos del general Prim y de Cánovas del Castillo,
Canalejas y Dato, colgados en una de las paredes.
El asesinato de Carrero es, empero, diferente al de los otros, aunque, al tiem- po, sea imposible desvincularlo de ellos. Franco,
desde su misma comisión, tuvo clara la autoría: han sido los masones. Y, al menos en eso, se asemejaba al de Prim. ¡Los
masones! Muchas burlas se han hecho desde entonces sobre Franco y la masonería, todos ellas sin más base que la intención
de ridiculizar al primero; pues lo cierto es que, si alguien sabía en España sobre masonería, ese era Franco.
¿Qué quería decir Franco al atribuir el magnicidio a los masones?
Evidentemente, no se estaba refiriendo a los autores materiales del asesinato, sino a los que movían los hilos de la
conspiración, en la que se entremezclaban numerosos intereses de toda guisa. Pero, sobre todos esos intereses, aludía a aquel
que había tomado la decisión. Al apuntar a los masones como responsables, estaba señalando que la autoría intelectual
radicaba en instancias foráneas.